miércoles, noviembre 30, 2005

Capítulo vigésimotercero: Edición Especial de Aniversario

Ya son dos años de estar escribiendo tonteras en el blog, y más verguenza debería de darles a ustedes eso de alentarme. Qué es eso de no trabajar como se debe, sino quemando tiempo leyendo blogs. Qué es eso que miras y te encandila, nunca lo sabrás.

El día que le ponga más atención al cumpleaños del blog que al mío, me asustaré.

En serio, muchas gracias por hacerme crecer un ego enorme, por creer en todas las mentiras que digo, por perdonarme la falta de honestidad.

Prometo que pa este nuevo año voy a tener mas de lo mismo.

Cuando alguien te cae bien tienes muchas ganas de creerle todo lo que te dice. Creo que una frase tan profunda debo patentarla como mía, aunque pienso que a lo mejor lo leí en algún lado, ya ni me acuerdo.

Ya, en serio. Estuve revisando el primer post y no puedo creer cómo he cambiado en dos años. Me habría gustado empezar esto desde los quince pero más vale tarde que nunca, almenos eso dicen.

Con respecto al blog he pensado en infinidad de cosas, cerrarlo, cambiarle de nombre, ponerle otra dirección. Para ser honestos yo aquí sólo cuento cosas light porque me estan viendo feo por ahí.

Si dijera todo lo que pienso creo que Blogger colapsaría y tambien los amigos que me quedan, que ya veo me duran poco. Cosa rara, cada vez que pierdo a uno me salen dos nuevos. Me olvido de cinco y me regresan veinte. Me peleo con seis mil y conozco a seis millones. A este paso terminaré siendo amigo de toda la nación y podré cantar esa canción que tanto detesto de Roberto Carlos, quisera tener un millón de amigos. Pero me alegra que todos los amigos que tengo son mis mejores amigos, Andrea, Anita, Tamara que la verdad no me cuadras mucho pero bueno, Paola y Princesa de la Tinieblas.

Como regalo me tomaré la tarde libre.

En la noche iré a la universidad a ver qué hay de examen.

domingo, noviembre 27, 2005

Capítulo vigésimosegundo: ayer, hoy y siempre

Cuando creces descubres que los días del fin de semana son muy cortos, que el sueldo completo de un mes te lo quemas en una hora y que el azúcar endulza cada vez menos.

Cuando era chico podía pasarme horas completas jugando plei esteishon. No sentía ningún remordimiento. Era muy feliz hasta el momento que reconocía que ya era domingo por la noche. No había movido la mochila de su sitio donde la dejé el viernes en la noche. Los problemas del álgebra seguían muy tranquilos en la página 35.

Al principio podía estarme muriendo y no pedirles las tareas resueltas a ninguno de mis amigos, creo que para no deberles ningún favor. Luego aprendí hacer las cosas a última hora, así descubrí que el tiempo de trabajo es mucho menor.

Carlos Hidrovo era un conchudo. Hacía los deberes frente a Daniel Guin, el profesor de matemáticas. Los presentaba así, con el liqui peiper aún fresco. El maestro siempre lo regañaba por eso mismo, de todas maneras terminaba asentándole la nota en el cuadernillo de control.

Nadie lo que quería a mi compañero, ni siquiera su propia novia. Una tarde le escondimos su mochila. Estuvo loco de iras buscándola. Se metió tras la puerta y en el tacho de la basura. Removió las bancas y descuadró los rectángulos de yeso del techo. Nadie supo cómo llego al sitio donde la encontró, colgada en la parte de afuera de la ventana a unos cuatro pisos de altura de la calle.

En mi paralelo éramos muy pocos, tan pocos que bastaba con mirarnos el uno al otro para saber quién había faltado.

Ahora que han pasado los años me doy cuenta que no los extraño. Es un poco extraño, pero no extraño a nadie. Miro mis fotos del colegio y descubro que ahora soy tan distinto. En ocasiones creo que he cambiado para mejor y otras para peor. Al menos creo que ya no soy tan ingenuo. Yo creo, yo pienso, no sé.

A veces creo que sin saberlo me he enfrascado en un nuevo juego de plei esteshon y que cada partido, cada punto ganado, cada minuto de evasión me llevarán inevitablemente a la noche del domingo histórico en el que sienta de golpe el remordimiento de haber olvidado al mundo real. Entonces diré sin sorpresa, luc guat yuv don. Cómo me gusta esa canción, es tan arrecha que seguro el pasado no volverá a buscarme.

jueves, noviembre 24, 2005

Capítulo vigésimoprimero: primero Dios y después vos

Lo mejor de las cosas buenas es que te ocurran y hoy me ocurrió algo fantástico. Iba a la universidad y en uno de esos puestos pulgosos de discos piratas, en aquellos sitios oscuros donde igual a uno le venden una pastilla de éxtasis que el último éxito de dady yanki estaba sonando la canción de Sedal.

Yo que pasaba por el parqueadero de la U y salgo escuchándola distorsionada por el sonido de las frituras, transfigurada por los pitidos de los carros, y yo que busco un televisor para ver a plenitud los diez segundos que dura el comercial del shampoo y resulta que era una radio que destripaba lentamente la canción tierna y dulce y yo me dije, qué mierda, ya me morí y ni cuenta me di porque no puede haber en la vida nadie tan bruto que ponga en cidi un comercial de televisión para venderlo. Pero no, en realidad yo no estaba muerto, sino más vivo que nunca cuando le pregunté al tipo que atendía que quiero llevarme el cidi de Sedal y él me pregunta intrigado que qué disco de Sedal y yo le digo que ese mismo que tiene en la grabadora y fue entonces cuando el tipo dijo, ah, como quien dice, pero qué bestia, pero qué pendejo, y luego dijo como si estuviera diciéndolo sólo para él que el grupo se llama Jet, y yo dije en voz alta, Jet, y alguien repitió desde el fondo de lo que parecía un baño, Jet, y de pronto fue un grito al unísono la universidad y luego del mundo entero pronunciando una sola palabra, Jet, y entonces se escucharon tambores lejanos, se escucharon danzas desiertas, se escuchó el sonido de papel celofán de las flores que se abrieron antes del amanecer, sonidos de lluvias devastadas por el olvido, vientos supersónicos que sólo los perros pueden escuchar, y el tipo que atendía el puesto de cidis piratas me dice que la canción se llama Look What Youve Done y yo dije luc guat yuv don y desde ese instante no he parado de escucharla ni para escribir este testimonio de vida que escribo.

La canción que compre hoy, al precio de un dólar, es idéntica a la que escuché por primera vez, es una canción triste, melancólica, tierna y muchas mariconadas más que no me queda otra que rendirme a sus acordes demoledores de los cuales no entiendo nada, pero no quiero echar a perder la magia traduciéndola, la voy a dejar así. Seré feliz en mi ignorancia.

Hoy estoy de buenas, esa canción me gusta muchísimo, me gusta más que la nalga paradita de la Reportera del Drama del canal 10 que yo la vi, con estos mis ojos misericordiosos, la vi en la cafetería del hotel Oro Verde la tarde del lunes mientras ella pedía una taza de café y se la tomaba de pie con un pudor indescriptible de presentadora de noticias, y era una nalga que como dice mi nuevo y mejor amigo del mundo, Jaime Gayli, era una nalga más olímpica que una piscina de natación profesional, una nalga que no sirve para hacerle una zambullida, sino una zambullada.

domingo, noviembre 20, 2005

Capítulo decimonoveno: i dont believe

A Paulo le gustaba la lluvia. Le gustaba tanto que cuando hacía sol él se ocultaba en la sombra del patio de su casa, llenaba una lavacara de agua y se sentaba allí el día entero. El chico tenía un extraño parecido con Dino, el perro de los Picapiedras, que veíamos con mis hermanas en el 4 mientras comíamos mangos con sal.

Una tarde, a la salida de la escuela, me invitó a jugar a su casa. Era navidad y mi mamá me había comprado un carrito de radio control. Consumía tanta plata en pilas que si hubiese reunido todo ese dinero, seguramente, ahorita tuviera un carro de adeveras.

Lo que más me gustaba era juntar la antena del control con la del televisor. Le daba marcha al carro. Se producía una distorsión en la pantalla que persistía durante un mes. Le enseñé tanto el truco a Paulo. Quedó encantado. Lo hizo tantas veces que una vez fue llorando a la escuela porque la mamá le había pegado por dañar el televisor.

Tenía en el patio de su casa, junto a la lavacara, un saco de arroz donde guardaba todos los juguetes que iba dañando. A mi tampoco me duraban mucho los juguetes y cuando se les salía una rueda o un brazo, mi hermano que es mayor a mi, lo terminaba de despedazar. Le ponía una camareta y lo reventábamos en media calle. Yo me tapaba los oídos, pero el estruendo era tan intenso que las gentes salían de sus casas pensando que se trataba de un coche bomba.

Paulo tenía todos los días un juguete nuevo, lo fabricaba con las refacciones de los juguetes que él mismo dañaba. Una ocasión me mostró cómo elaborar un ventilador de mano con el motor de un carrito, y la primera lámpara sumergible que vi en mi vida. La había hecho juntando dos baterías viejas y un foquito de navidad.

Un día se obstinó en que quería fabricar un televisor a base de piezas de juguetes, no sé si lo habrá logrado. Yo creo que no. El pobre era bien bruto y a lo mejor terminó por construir una licuadora, no sé, al poco tiempo me cambiaron de escuela.


Capítulo vigésimo: se vende blogger, baratito

La semana pasada nos citaron en el Hilton. Yo, feliz, porque estaba bien creído que era para subirnos el sueldo.

Pero nadie sacó un saquillo de billetes para repartir. Eso sólo ocurre en Machala que está un poco lejos. Nos hablaron de muchas cosas de las cuales no recuerdo ninguna. Luego fue nuestro turno de hablar. En mi vida había visto un servilismo tan matrero como el de aquella noche. Como yo no quería participar mejor me quedé callado. Cuando todos terminaron de decir lo que debían el Gerente dijo mirándome, el señor Tobar ha sido bien callado. Entonces, por compromiso, abrí la boca.

Después entramos al restaurante del sitio, olía a comida agria y a Glade. Lo que más me gustó fue que los camareros nos dijeron señalando con el dedo, esta es la sombra del charco de sangre que dejó el Bolillo Gómez, y acá es donde estaba el Loco, y esta es la huella de la bota del tipo que tenía el peinado de Pedro, El Escamoso, y que le partió la nariz al Bolillo y que luego se hizo diputado y después apareció muerto en una vuelta de la Perimetral.

A mi no me gusta trabajar, tengo vocación para vago o para artista. Ni siquiera me gusta hablar, al instante siento que he dicho alguna tontera. Menos me gusta estar en esas cosas corporativas en las que todo el mundo se dedica a decir cuan fantástica ha sido su gestión.

Los jefes muestran, por medio de diapositivas, a gente feliz trabajando en oficinas amplias. Nos condicionan. Nos convertimos en personajes tan bien vestidos y embargados de tanto éxito viviendo en la quimérica ciudad de la felicidad que apenas si nos reconocemos a nosotros mismos. Esos gringos son la muerte.

jueves, noviembre 10, 2005

Capítulo decimoctavo: no se lo digas a nadie

Una tarde, después de fumar marihuana, Joaquín y Alexandra se echaron en la alfombra del departamento, se besaron, se quitaron la ropa y él le pidió que se la chupase.
- No sé, mejor no –dijo ella-. Sólo lo he hecho una vez con Ricardo, y creo que no me gustó.
- Si me la chupas a lo mejor se me para me curas de mi trauma- dijo él y se sintió un manipulador.
Ella dejó de lado todo su pudor y empezó a chupársela.
- Se te ha parado, se te ha parado -dijo con entusiasmo, al ver que el sexo de Joaquín se había puesto duro.
- Ven, hay que aprovechar, siéntate encima mío -dijo él.
- Joaquín, hay algo que quiero decirte.
- Dime, pero apúrate antes de que se ponga blanda de nuevo.
- Soy virgen.
- No te preocupes, yo también.
- Pero yo no sé si quiero hacerlo. Después me voy a arrepentir, voy a sentir que he perdido una parte muy íntima de mi ser.
- Sólo la puntita, Alexandra. Te prometo que sólo la puntita.
- Por fa, sólo la puntita, ¿ya?
- Te lo prometo.
Ella se quitó el calzón y se sentó encima de Joaquín. Él trató de metérsela.
- Ay, despacito, no seas bruto –se quejó ella.
- Perdón, es la arrechura –dijo él.
Luego se la fue metiendo con dificultad. Sudaba. Estaba tenso.
- Joaquín, me dijiste que sólo la puntita –protestó ella.
- Perdón, se me resbaló –dijo él-. Muévete nomás, no te preocupes.
- Pero no la vayas a dejar adentro, ¿ya?
- Te prometo que te la saco antes de darla.
Alexandra recién comenzaba a moverse cuando Joaquín ya terminó adentro suyo.
- Estúpido, te pedí que no la des adentro –gritó ella y se separó bruscamente de él.
- Lo siento, no pude evitarlo –dijo él.
Ella se sentó en la cama.
- Mierda, la cagada. De repente me has dejado embarazada –dijo ella.
- Luego se paró de un salto y corrió al baño. Joaquín se subió los pantalones. Poco después ella salió del baño, estaba llorando.
- Te apuesto que estoy embarazada –gritó- ya nos jodimos, Joaquín ¿ahora qué vamos hacer?
- No estas embarazada Alexandra –dijo él-. No digas cojudeces.
- Estos son justo mis días más peligrosos, Joaquín. Te apuesto lo que quieras que estoy embarazada.
Joaquín pensó que debía hacer algo para tranquilizarla.
- No te preocupes –dijo-. Tengo un tío que es ginecólogo. Lo llamo ahorita y él nos arregla el problema.
Alexandra se sentó en la cama con las piernas cruzadas.
- Aunque no me creas, sentí cómo corrían tus bichitos en busca del óvulo –dijo-. Fue como si me hubieran metido una alkasetlzer por la chucha.
Joaquín buscó el número de teléfono de su tío, el doctor lucho Tudela. No bien lo encontró, llamó a su consultorio.
- No le vayas a decir mi nombre, no quiero que todo Lima se entere que he perdido mi virginidad –dijo ella.
- No te preocupes, nadie se va a enterar. Mi tío lucho es buenísimamente –dijo Joaquín.
El teléfono timbró varias veces. Por fin Joaquín escuchó la voz de su tío.
- Tío, hola, soy yo, Joaquín Camino, tu sobrino –le dijo-. Te llamo porque he sufrido un percance.
- Cuéntame, sobrino, en qué puedo ayudarte –dijo el doctor Tudela con una voz muy cordial.
- Acabo de acostarme con mi enamorada y ella esta segura que la he dejado embarazada, y no sabemos qué hacer, porque como tú comprenderás no podemos tener un hijo, tío.
- Caramba, Joaquincito, veo que usted no pierde el tiempo, ah –dijo el doctor-. Pero qué gusto me da oir eso, porque por ahí decían que usted es del otro equipo, mi querido sobrino.
- No tío, cómo se te ocurre, eso jamás.
- Mira Joaquincito, vente ahora mismo con tu chica que les voy a dar una pastilla que nunca falla. Se llama píldora del día siguiente. Ella se la toma ahorita y tiene una bajadita del motor. Con eso, problema arreglado.
- No sabes cuánto te lo agradezco, tío. Voy para allá inmediatamente.
- Aquí te espero, sobrino.
Joaquín colgó el teléfono. Alexandra seguía llorando.
- Mira lo que me has hecho –dijo-. Yo estaba tratando de ayudarte con tu trauma y tú me dejas embarazada.
- Bueno, ya, pero no hay problema porque mi tío lucho te va a dar una píldora del día siguiente –dijo él-.
- ¿y qué cochinada es esa? –preguntó ella haciendo una mueca de asco.
- Alexandra, no hables así. Mi tío lucho es el mejor ginecólogo de Lima. El me ha dicho que te tomas la pastilla y tienes una bajadita de motor, o sea, te viene la regla y ya no estas embarazada.
- No puede ser. Debe ser un invento del mañoso de tu tío.
- Vamos, apúrate, que mi tío nos esta esperando.
Salieron del apartamento y trataron de bajar por el ascensor, pero les fue imposible, pues acababa de producirse un apagón. Bajaron por las escaleras y se subieron al carro de Alexandra. Él arrancó a toda prisa mientras ella se agarraba la barriga.
- Si es hombre, ¿qué nombre le ponemos? –preguntó ella camino al consultorio-.
- No tengo idea –dijo él-. Nunca he pensado en eso.
- Felipe me encanta, Diego no esta mal. Paúl es mi preferido.
- Sí, Paúl es bonito.
- ¿Y si es mujer?
- Ni idea. Tú dirás.
- Si es mujer tendría que llamarse Paola o Verónica. Esos son mis nombres preferidos.
Poco después llegaron a un edificio alado de la clínica Americana. Joaquín cuadró el auto y apagó el motor.
- Yo me quedo –dijo ella y prendió la radio.
- Baja, no seas tonta –dijo él.
- No, me muero de la vergüenza. Tu tío va a pensar que soy una puta.
- Bueno, como quieras.
Joaquín bajó del carro, se metió a la clínica, subió doce pisos y llegó al consultorio de su tío. Jadeando, le dijo su nombre a la secretaria. Ella lo hizo pasar en seguida.
- Hola Joaquincito, qué a sido de tu vida, sobrino –dijo el doctor Tudela levantándose de su escritorio.
- Aquí pues tío, no tan bien como tú –dijo Joaquín y abrazó a su tío.
- ¿Y tu enamorada, sobrino? –dijo Tudela.
- Se quedó en el carro, no quiso bajar.
- Cuéntame, pues, de ella. ¿Qué edad tiene la chica?
- Dos años menos que yo, o sea, diecinueve.
- Qué rico, está en la flor de la juventud la chiquilla. Qué tal Joaquincito, caray, o sea que te la has llenado a tu hembrita, ah. Y yo que pensaba que usted tenia la huacha medio floja, sobrino.
- No tío, qué ocurrencia, cómo va a ser eso.
- Cuéntame sobrino, ¿Cuánto tiempo aguantaste allí dentro de su chuchita? Porque tú debes ser un gallito de pelea, la metes y allí nomás entierras el pico, ¿no?
- Sí, pues. Al toque nomás la doy, no aguanto nada.
El doctor Tudela soltó una carcajada.
- A tu edad todos somos así, sobrinos, no aguantan nada, se rinden al toque –dijo-. Yo en cambio, así viejo como me ves, ¿sabes cuánto aguanto? Media hora como si nada. Media hora de polvo.
- Carajo, qué envidia, tío.
- Tiempo al tiempo sobrino, tiempo al tiempo. Con el tiempo vas aprendiendo a tirar cache. Yo ya tengo muchos kilómetros recorridos.
- Me imagino, tío, me imagino.
- Pero tú tienes que cuidarte, pues. Ponte un jebe, ¿ya?
- No te preocupes, tío, esto no vuelve a ocurrir.
- Mira, sobrino. Aquí tines la pastilla que te prometí, dile a tu novia que se la tome ahora mismo.
El doctor Tudela le dio una pastilla envuelta en un plástico transparente.
- Caramba, tío, no sabes cuanto te agradezco, me has sacado de un apuro –dijo Joaquín- ¿Cuánto te debo, por favor?
- No pues, Joaquincito, qué ocurrencia, todo queda en familia.
Se rieron, Joaquín se guardó la pastilla y se despidió de su tío.
- Qué tal pinga loca ha resultado el Joaquincito, carajo –dijo el doctor Tudela, sonriendo, haciéndole adiós a su sobrino.
Joaquín bajó corriendo las escaleras del edificio. No bien entró al carro, le enseñó la pastilla a Alexandra.
- He cambiado de opinión –dijo ella.
Joaquín la miró sorprendido.
- Si es mujer se llamará Alexandra como yo, pero le pondría Alessandra, con doble ese, porque me parece que eso le da cierto caché, ¿no te parece? –dijo ella.
Él la cogió de la mano.
- Acompáñame a la sanguchería de enfrente –dijo- . Tienes que tomarte esta pastilla ahorita mismo.
Ella bajó del carro, caminaron a la sanguchería frente de la clínica Americana. Joaquín pidió dos jugos de fresa.
- ¿Solos o con leche? –preguntó la mujer que atendía.
- Aj, leche ni hablar, que ahorita me comienzan a crecer las tetas –dijo Alexandra.
Poco después, la mujer le dio los jugos a Joaquín. Él sacó la pastilla y se la dio a Alexandra.
- Tómatela –le dijo.
Ella se persignó y cerró los ojos.
- Perdóname, Diosito, pero nisiquiera he terminado la universidad –dijo.
Luego se llevó la pastilla a la boca y se la tomó con un poco de jugo.
- Chau Paúl, chau Alessandrita –dijo, y rompió a llorar.


JAIME BAYLY, no se lo digas a nadie.

domingo, noviembre 06, 2005

Capítulo decimoséptimo: y de pronto un post

Acabo de llegar de la farmacia. Compré un Pedialite, unas Omeprazol y unas Flazinil. Estas últimas son pastillas para dormir.

De un tiempo acá me ocurre que me enfermo con una frecuencia de anciano. Nunca nada grave, pero sí fastidioso. Crucé el umbral del bienestar cuando empecé a escribir mi edad con el dos por delante.

Yo siempre rehuía como mosquito al que echan Baygón de las personas que tenían carácter de enfermo confinado en terapia intensiva, de los que se curaban de la gastritis para caer en las infecciones de las vías urinarias. Los pobres estaban salados, si no les montaba cuernos la novia se les perdía la plata, si no se fracturaban un pié los echaban del trabajo.

Luego de tantos empujones he logrado meterme del lado de los optimistas y ahora mi cuerpo quiere echarme. Mi organismo se revela y me dice que no, no te hagas el pendejo que tú eres de los jodidos.

no se qué ponerle a esta foto.

Ahorita ya me tomé mis pastillas de viejo. Guardé mi inhalador debajo de la cama y el pijama de lana ya esta colgado en el clavo, junto al cuadro del niño bendito donde acabo de encender una vela.

Las pastillas para dormir no las tomo porque piense en suicidarme o como pensó el de la farmacia porque quiera tirarme a una desconocida drogándola. Si ese fuera el caso hay una fórmula muy sencilla, mezclas licor con éxtasis y le das una buena dosis, si no resulta con eso la emborrachas, si no resulta con eso la amenazas con un arma, si no resulta con eso te pones la pistola en la sien y le dices que te matas si no te cumple, si no resulta con eso te pegas un tiro. Por supuesto, yo nunca he recurrido a eso, aun estoy vivo y virgen.

En realidad las tomo cada vez que a los ladrones y los pandilleros se les ocurre hacer la fiesta de la buena vecindad. Entonces, como todo viejito, me tomo un par de Flazinil y con eso tengo hasta el día siguiente. Están programadas para seis horas.

Podría salir y callarlos, pero a cambio recibiría en mi casa la visita de la Reportera del Drama y un pantallazo en el canal diez con el titular de lo machetearon por reclamar. Podría llamar a los policías, pero salen un lujo muy caro, cobran diez dólares por redada, que a razón de tres veces por semana me dejarían en la quiebra.

Talvez todo sea una señal, talvez el entorno me indica que mi periodo en este sitio ya culminó y que debo salir. Buscar nuevos rumbos. Si a alguno le sobra un pasaje para la Tierra Media, me avisan. Yo siempre he querido ser un hobbit.

jueves, noviembre 03, 2005

Capítulo decimosexto: un minuto de silencio

Estaba viendo una película, pero ya me aburrió. Muy sangrona la condenada.

Algo me dijo que la diversión sin límites se encuentra en el blog. Antes de postear lo escribo en Word. Luego me conecto vía telefónica a Blogger, después a Blogdir, y finalmente el lujo fotografía que sirve para ilustrar el tema de hoy a Photobucket. Es un trámite largo y tedioso, como acudir a las oficinas estatales, pero en cibernético. Todo un parque de diversiones para el blogger aburrido.

con la mesa servida.

Ayer la vocecita del sentido común se me manifestó a las ocho de la noche. Me indicaba que marque el uno ochocientos siete siete siete siete siete siete. Averigua cuanto hay que pagar, me sugirió el engendro del mal. El número de área cero cuatro, el telefónico, bla bla bla. Acaso me van a llamar. Por pagar dijo la grabadora, ciento diecisiete dólares con alguito más. No pude dormir en el resto de la noche. Pero no la pasé mal. Me hice a la idea de que era una forma de alargar el feriado del día de los muertos y la independencia o fundación, una de esas cosas, de la ciudad de Cuenca. Como sea las vacaciones se terminan hoy.

Hace cuatro días murió mi abuela. Le dio un paro cardiaco y estuvo en coma por varios meses. Finalmente, la madrugada del domingo, dejó de vivir. Más de ochenta años en este mundo. Vio cómo llegó el hombre a la luna, las dictaduras, el cine, la televisión y los celulares. En realidad nunca le interesaron estos asuntos.

Los funerales terminaron el martes. Yo no asistí. En parte porque mi trabajo no me lo permitía y en parte, para ser honestos, porque no sabría cómo estar en un sitio donde hay tanta gente llorando. Simplemente no sabría dónde ponerme.

Recuerdo que cuando niño me llevaba a misa. En esos tiempos yo usaba mameluco, cuando se lo contaba a Anita ella se moría de la risa. Los domingos compraba café en el mercado y lo tostaba dentro de la casa. Producía un humo tan espeso que era necesario abrir las ventanas y sacarlo con las manos. Hasta la ropa guardada en los armarios se impregnaba con el olor y a mi me gustaba mucho.

Es muy curioso, cuantas veces he llorado por personas que tan sólo estuvieron de paso y por las que debería no me sale ni una lágrima. Como sea, la muerte es parte de la vida, eso ustedes lo saben. Además es inevitable e irreversible, eso ustedes también lo saben. Muchas veces las cosas son bastante obvias y no nos damos cuenta.